Día 20. Subir montañas, para mí, lleva un proceso: Primero, el momento de arrancar desde la falda de la montaña. Miras hacia arriba y te preguntas si podrás. Si el día “lo tengo atravesado” hasta me puedo preguntar por la necesidad de pasar por eso. Pero estás allí, y arrancas. Luego llega el primer tramo de la subida. Al poco de empezar a subir te quieres morir. Y entonces ya dices abiertamente “Pero ¿qué necesidad…?”. Pero estás allí, así que sigues. Y llega la fase en la que te has acostumbrado a la subida. Ya has entrado en calor y vencido la pereza. Y empiezas a disfrutar del camino. Pero sigues sin ver el final. Si la subida es larga, pasas a la fase de cansancio, pero estás allí, y sigues, porque has llegado muy lejos y no puedes tirar la toalla. Y de pronto se ve el final, y llega un último empuje, con una cierta euforia e ilusión. Para llegar finalmente arriba. Y de pronto sientes una enorme satisfacción por haberlo conseguido. Por haber luchado contra la apatía, contra la pereza, contra el cansancio, contra el arrepentimiento, contra la falta de autoconfianza… Estás satisfecha de tí misma. Orgullosa incluso. Llegar a la cima es el aplauso de un público por un trabajo bien hecho. Exahusta pero feliz. Creo que ahora mismo estoy en la fase tres: en la inercia de la rutina. Ya no se me hace tan cuesta arriba, aunque sigue siendo duro psicológicamente no ver la cima. Pero ya me he hecho a la idea, y he decidido disfrutar del camino. Me lo paso genial compartiendo el tiempo con mis hijas, sintiendo que les ayudo cuando me necesitan. Y estar a la altura me supone un reto interesante. Y disfruto de que los cuatro tengamos tiempo para abrazarnos y acariciarnos. Para querernos sin estrés, sin prisa. Echo de menos muchas cosas, pero elijo disfrutar del camino. Ya llegará la cima. Cada paso hacia delante, es un paso menos que dar.
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